Por: Marina Guigui
El despertador suena a las siete de la mañana, como todos los días desde hace 23 años, Juan se levanta y casi instintivamente se mete a bañar, el agua sale fría, este mes no le alcanzó para pagar el gas pero no puede llegar al trabajo oliendo a gato muerto. La tortura del agua helada termina y temblando sale a ponerse los mismos pantalones café de todos los lunes. A las ocho sale de su pequeño departamento al que el llamaba no tan cariñosamente mi pocilga, para dirigirse a cumplir con su horario de trabajo en esa horrible oficina del gobierno dónde diariamente tiene que soportar a un jefe 20 años más joven que él, que apodan el caracol pues todos saben que llegó a ese puesto por recomendación y no por sus propios méritos. Juan, desganado llega a la oficina y descubre que alguien dejó en su escritorio 8 cajas con expedientes y una nota que citaba: Juan, favor de contar las hojas de cada expediente. Salí al banco. -El pan nuestro de cada día, contar esos malditos expedientes, bueno, como si no tuviera la capacidad de realizar un trabajo con un mayor grado de dificultad, ¡Contar hojas! ¡ya estoy cansado de ser el pobre viejo contador de hojas!, y es imbécil no piensa llegar a trabajar, claro, como es amigo del jefe, pocas veces se digna a presentarse en la oficina-
-Juan buenas tardes, como van esos expedientes-
-vaya, primera vez que pregunta por el trabajo-
-qué dijiste-
-dije que ya estoy harto de usted, un pelele inepto-
-¿Juan que haces?-
- lo que debí hacer hace mucho tiempo-
- no... no... cálmate, vamos a hablar, seguramente podremos encontrar una solución, todo tiene solución-
- Solución, la única solución es librar al mundo de una rata inmunda como usted-
-Por favor... -
Después de un estruendo, llegó la calma. Una mujer que pasaba por ahí quedó horrorizada al ver la cara deforme de un hombre que hace un minuto respiraba. El charco de sangre se hacía cada vez más grande.
Juan salió de la oficina con una pistola en la mano izquierda y una sonrisa en su rostro, nadie lo miró, nadie lo detuvo...
martes, 14 de septiembre de 2010
Hoy, ya no pude imaginar
Por: Marina Guigui
Hoy, sucedió una desgracia, una verdadera tragedia, de esas narradas por Horacio Quiroga o Edgar Alan Poe en sus historias, el evento ocurrió como a continuación narro desolada. Caminaba por la gran ciudad de México en la lateral del periférico, hacia bastante calor, no traía ni un peso en la bolsa y apenas era mitad de quincena, ya estaba muy cerca de llegar al trabajo, una oficina de gobierno en la que acababan de cambiar la administración, su primera tarea era correr a la gente que ya se encontraba trabajando ahí, no importa si eran secretaria, archivistas o jefe, si eran joven o viejos, la idea era meter a su “gente de confianza”, muchos trabajadores perdieron la oportunidad de jubilarse estando incluso a meses de tener derecho a ello; tengo miedo de perder el trabajo y no ser capaz de encontrar otro que me permita pagar la renta y la manutención de mi hijo. Miré el reloj y constaté que faltaban veinte minutos para las nueve de la mañana, era aún temprano, la puntualidad es algo que me caracteriza; en los 6 años de trabajar ahí, no había llegado ni un minuto tarde, ni siquiera el día que mataron a mi esposo en ese asalto, él se levantó como cualquier otro día, hizo las 800 abdominales que acostumbraba y se metió a bañar; ese día no desayunamos juntos porque los niños tenían que llegar más temprano que de costumbre a la escuela, hiban a visitar Teotihuacán, estaban realmente emocionados, salimos y me dejó cerca de la parada en la que pasaba mi autobús. Faltaba un semáforo para que llegaran, cuando un tipo con un pasamontañas cubriéndole la cara y con una pistola en la mano apuntó a la cabeza de mi esposo, uno de mis hijos, el más pequeño, comenzó a llorar, contagiando a los demás, mi esposo trató de calmarlos y les dijo que salieran del automóvil, el mayor que se encontraba adelante bajó inmediatamente, mi esposo hizo un movimiento para poner a salvo a los niños que se estaban en la parte de atrás, pero el ladrón se confundió y le disparó, aventó el cuerpo de mi esposo a la calle, se subió al coche y se fue. Mis hijos menores no pudieron bajarse, desde ese día no los he vuelto a ver, todas las noches sueño en encontrarlos, todos los días trato de no pensar. Para llegar, tenía que cruzar un puente peatonal, la música que seleccionaba mi reproductor ya me había cansado, harta, me quite los audífonos, comencé a subir las escaleras del puente tratando de sortear la basura que se encontraba ahí tirada, levanté la cara y miré la enorme bandera que blandía sobre mí, los brillantes colores, verde, blanco y rojo eran impecables, hermosos, vibrantes, su grandeza y esplendor contrastaban con el tráfico, los camiones que llenaban el aire y los pulmones de la gente con humo, las bolsas de basura tiradas en el suelo y unos jóvenes inhalando con la mirada perdida. Caminé, llegué a la mitad del puente y observé los coches que iban y venían con premura, de pronto traté de recordar cómo era mi vida un año antes, me levantaba, desayunaba con mi esposo, llevábamos a los niños a la escuela y luego, él, me llevaba al trabajo, nos despedíamos con un acostumbrado beso, pasaba todo el día en la oficina, en la noche mi esposo y mis hijos pasaban por mí, cenábamos todos juntos contándonos lo que nos había ocurrido. Hoy estaba parada a la mitad de un puente peatonal… sola… cerré los ojos para sentir que nada había cambiado, que me encontraba con mi familia, y lo único que pensaba era en los folios y expedientes que debía capturar, el jefe nefasto que tendría que soportar y que no tenía dinero para comer ese día. Abrí los ojos e hice un segundo intento por aliviar mi dolor, y entonces caí en cuenta: hoy, ya no pude imaginar.
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